Entre las montañas más altas de la cordillera andina venezolana, que sobrepasan las nubes, donde duermen los ángeles, que a veces se dan un paseo para cantarle por bulerías a las mujeres que con su andar perfuman las calles mortales. Entre las frías montañas adornadas con fina escarcha que refleja el sol sobre la hierba verde de frailejón, todavía resuena el eco de los olés viejos, que vienen y van, de la monumental a las nubes. Un eco que viene aflojándose entre las voces que se hacen viejas, que pierden fuerza con el tiempo, que se hacen más lejanos y fortuitos.
Pero con la fría brisa de la media noche llega un sonido que despierta la curiosidad de los duendes, que se hace fuerte entre las calles empedradas, que va de boca en boca, que sube hasta el pico tan rápido como el más violento calosfrío. Que nada entre las truchas brillantes río arriba en contra de la más fuerte corriente prohibicionista, que llega hasta los oídos del cóndor celoso de sus montañas. Porque hay un olé desconocido, uno nuevo, uno que llena, inspira, y que no viene de la monumental, viene de las calles que piden a gritos la muñeca de seda de los andes taurinos, un capote que por fin se ate al corazón merideño, que late a mil por hora cada vez que le pasa el toro cerca.
Esa muñeca ya tiene dueño, ese capote ya tiene nombre, con corazón fuerte como un frontino, que se pasea por el páramo bravo, que le camina a los toros al son del más sublime pasodoble que entonan los ángeles al observar tan delicado natural que lleva al toro hasta donde no se puede más. Una media verónica que se queda en media porque es su nombre, porque ahoga hasta los pulmones más fuertes que se quedan a medio olé. Hay fiesta en los andes, hay fiesta en los cielos, porque tenemos un torero.