Un reconocido portal virtual define la afición como “actividad cuyo valor reside en el entretenimiento de aquel que lo ejecuta, que algunas veces no busca una finalidad productiva concreta y se realiza en forma habitual.” Más allá de esa definición se le pudiera agregar que radica en el gusto, la pasión, la atracción que se siente por alguna actividad, espectáculo, deporte o arte.
La afición no se inventa, no se crea, la afición nace con uno, es como la sensación de mariposas cuando se tiene la primera cita amorosa en la adolescencia, como la sensación al degustar un plato o bebida que nos deleite, como el éxtasis que produce la música bien instrumentada.
La Fiesta Brava no escapa a esa pasión, que más que humana sería sobrehumana, pues sobrepasa hasta los mismos límites impuestos por uno mismo, se desborda cual caudal crecido, cual copa de cristal repleta de un buen vino. Así podría ver la pasión por los toros.
Cuando se está en el momento en el que no se va a una corrida de toros, sino que por el contrario, lo llevan, que es en la etapa de la niñez y primeros años de la adolescencia, es el período en el que empieza a germinar la semilla táurica sembrada dentro de nuestro ser desde el mismo momento del advenimiento a este mundo terrenal, y que cual planta, va creciendo lentamente hasta que se convierte en un árbol frondoso repleto de abundantes frutos que serán consumidos y aprovechados por las generaciones venideras, continuando así con el ciclo de la vida.
Con el transcurrir del tiempo, cada uno de los toros vistos, cada uno de los lances observados, cada uno de los aplausos brindados, cada uno de los pañuelos ondeados, se convierten en el abono necesario para hacer crecer esa pequeña semilla que nace y vive con uno hasta el ocaso de la existencia. Es una pasión de nunca acabar, una pasión que hasta en la vejez se vive, pues quedan en la memoria históricas faenas que marcan lo vivido. Se vienen a mi mente las palabras mencionadas por el matador de toros mexicano Manolo Arruza, en conversación con este servidor en fecha 20 de Julio de 2009, en referencia a los aplausos brindados por la afición merideña: “Esos son los premios que uno se lleva hasta la eternidad… ni orejas, ni rabos, esculturas al museo, lo mismo que los capotes y muletas, y después, en el silencio, se encuentra el hombre y el torero, el silencio y el eco del aplauso, ese es para mí, muy humildemente, dentro de mi apreciación, la verdad del toreo al que la vida le ha indultado.”
Personalmente, en mi corta trayectoria táurica, en cuanto a tiempo se refiere, puedo decir que he sentido el nacimiento de esa sensación que cada día late con más fuerza y se va enraizando en cada parte de mis fibras, cubriendo de seda y oro mi corazón y convirtiendo mi mente en un ruedo imaginario, donde a diario saltan al ruedo los matadores que he visto en faenas inolvidables ante toros de ensueño. Fue la tarde del 25 de Febrero de 1995, primera corrida de toros a la que asistí, lidiándose reses de Los Ramírez, y actuando esa tarde los matadores Nelson Segura, Marco Antonio Girón, Oscar Higares y Javier Vázquez, donde recibí mi alternativa como aficionado y empezó esta pasión que crece cada día más.
Ser aficionado no implica asistir a una corrida de toros, a varias corridas de toros de manera dispersa, no implica conocer el nombre de los toreros o saber cuál es el que más ha asistido a una feria. Un verdadero aficionado ha superado totalmente la etapa de espectador, es el que a diario revisa las páginas taurinas de la red, el que ha leído literatura taurina, el que se ha documentado sobre la fiesta brava, el que para poder opinar sobre la mejor corrida de una feria va a todas; un aficionado vive el toreo, siente al toro, se conoce su mundo, se levanta leyendo y se acuesta comentando, vive el día a día el espectáculo más bello del mundo.
En el mundo del toro existen rituales, sagrados rituales. Desde el punto de vista del matador, el día de una corrida inicia con la llegada a la plaza en la mañana para conocer el encierro, reunirse con su apoderado y ayudantes y con los otros matadores para el sorteo de las reses, continua con un corto tiempo de descanso, concentración y meditación, para llegar a uno de los momentos más solemnes de la vida del torero, como lo es vestirse de luces, amarrarse los machos de la taleguilla. He vivido ese momento y créanme que es algo que te lleva a otro mundo, pocas cosas en el mundo hay que enmarquen tanta ceremonia como lo es el ataviarse el terno.
Continúa su día con la llegada a la plaza de toros y su entrada directa al recinto sacro que es la Capilla, a elevar esa plegaria al cielo, al Señor del Gran Poder, al santo de su veneración, a la Virgen de su devoción, implorando la protección divina en la tarde que empieza.
Para el que se considera aficionado, el rito comienza desde la compra del abono de feria o de la entrada si es por venta detallada, el levantarse en la mañana y pensar qué ponerse de ropa en la tarde, el montarse en el carro o en cualquier otro medio para llegar a la plaza con su boleto en mano, ansiando ver la mejor tarde de toros de su vida, disfrutar de ese espectáculo y salir del coso embebido en regocijo.
A estas alturas de mi vida, contando con 25 años de edad, puedo decir, con toda seguridad, que mi vida tiene una gran parte marcada por la fiesta brava. Gracias a ella he conocido gente increíble, he encontrado amigos inimaginables, he entendido muchas cosas que antes eran desconocidas, o por lo menos, no totalmente comprendidas, pues este mundo es tan complejo, que su estudio nos llevaría a escribir un tratado de tauromaquia, y no es lo que pretendo hacer en este ensayo.
Mi sangre roja, como la sangre del toro, roja cual traje grana y oro, sangre que recorre mi cuerpo impregnándolo de esa pasión que me enorgullece vivir y sentir. Seguro estoy que por mis venas corre esa sangre, y por qué no, también corre sol y arena.
Francisco de Jongh