La luna llena, con su luz y su misterio, alumbra las verdes praderas y el amarillo albero de la plaza de tientas. Al filo del precipicio, en la oscuridad, los maletillas saltan la valla y dejan escapar su ingenio. El equilibrio ante un tren que pasa, arrasa y deja su marca en la piel, por las vías del camino a la gloria en el que unos salvan la vida y otros perecen. Con su atillo de torero, se preparan para torear al silencio. Las sombras crean el movimiento en la noche, la quietud del llanto mece la cuna del toreo de capote anónimo, de muleta cosida con la aguja de la abuela que todo lo sabe aunque se haga la ingenua. Los sentidos se agudizan, los riñones crujen y los gestos se enaltecen. Duerme el ganadero creyendo que sus toros están descansando y no embistiendo a un niño enamorado del toreo, del campo, de la luna, del caballo. Cual hombres lobos, arrasan con la camada. No es más que sed y hambre de toros. No es otra cosa que alimentar su guadaña de madera tallada sobre un viejo trapo de seda. No es más que volar con una vaca encastada, con la faena soñada, con la maleza y la rama, en el campo a media noche. Árbol por burladero, barro para el recuerdo, rebuscando en los reproches de una madre asustadiza al ver sangre en su camisa, cuando asoma el alba y llora, cuando escampa la locura de la magia toreadora.
Alvaro Gil
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